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En algún momento del siglo xiv, un mexica dirigió por primera vez sus pasos al valle de Teotihuacán. Recién llegados a la región, los mexicas (hoy erróneamente más conocidos como aztecas) integraban un pueblo agresivo y ambicioso procedente del norte que, en poco tiempo, se convirtió en la fuerza dominante del altiplano mexicano. Conquistaron el territorio y se asentaron en la poderosa ciudad de Tenochtitlán, que pronto gobernaría un extenso imperio desde la que hoy es Ciudad de México. Imaginemos a aquel primer destacamento de hombres, audaz e invencible como la superpotencia emergente a la que pertenecían, adentrándose en un territorio verde y exuberante rodeado por suaves colinas. Guerreros que han escuchado las leyendas de las tribus toltecas sobre un lugar en las montañas, a unos 40 kilómetros de su nuevo hogar, en el que una vez habitaron los dioses. Entonces, tras un recodo, su bravuconería se torna en asombro cuando esa morada de los dioses se impone en el horizonte. Ruinas de pirámides de hasta veinte pisos —tan grandes que, en un principio, las confunden con colinas— se alinean a lo largo de una enorme calzada. Por dondequiera que los exploradores miren se extienden templos en ruinas, mercados y reliquias de una civilización largo tiempo extinta y sin nombre, sin escritura y sin historia. Una enorme ciudad antaño gloriosa hasta lo inimaginable y ahora abandonada.
Los mexicas diseñaron Tenochtitlán remedando aquella ciudad fantasma y convirtieron sus ruinas en una suerte de lugar de veraneo para la élite. Bautizaron la antigua avenida como Calzada de los Muertos y llamaron a sus dos grandes monumentos Pirámide del Sol y de la Luna, respectivamente. A la vieja ciudad la llamaron Teotihuacán: el lugar donde nacen los dioses.
Unos dos siglos más tarde, en 1521, los conquistadores españoles derrocaron al Imperio mexica. Durante cientos de años, Teotihuacán se sumió en un lento deterioro. Cuando los arqueólogos comenzaron a tomarse en serio las excavaciones, sabían tan poco como los propios mexicas sobre los constructores de la ciudad. Muchos pensaron que era un asentamiento peque-ño, erigido por tribus dispersas que, después, habrían sido absorbidas por invasores. Hoy, sin embargo, los especialistas saben que Teotihuacán fue mucho más antigua e importante de lo que ninguno de los primeros estudiosos llegó a imaginar. Constituyó el corazón de un imperio inmenso, anterior a todas las civilizaciones del altiplano y cuya extensión alcanzó 1200 ki-lómetros. Una ciudad que rivalizó, y quizás incluso dominó, a los poderosos reinos mayas de las actuales Guatemala y Honduras.
Pero, sin textos escritos, resulta muy difícil reconstruir el modo de vida de los teotihuacanos. Tras acceder a los edificios por medio de túneles y excavar otras estructuras menores cercanas a estos, los arqueólogos han elucubrado algunas explicaciones. Conjeturan una sociedad floreciente y multiétnica, con estratos sociales acaudalados, de la que formaban parte mercaderes, comerciantes y artesanos procedentes de todas partes de México.
Sin embargo, aún mayor es nuestra ignorancia sobre el sistema político de Teotihuacán, una cuestión sobre la que han surgido dos escuelas de pensamiento. Una imagina una ciudad gobernada por un rey belicoso, indiscutido e infalible que administraba su poder con puño de hierro. La otra concibe una nación mercantil en la que varias familias rivalizaban por el poder y que, incapaces de acaparar el control supremo, practicaban un delicado juego político. Ambas teorías compiten por zanjar el debate y resolver el rompecabezas. Más allá de las divergencias, hay algo en lo que todos están de acuerdo: Teotihuacán no fue el lugar donde nacieron los dioses, sino donde los hombres los crearon con sangre y piedra para, después, dejar que se derrumbaran.